jueves, 10 de mayo de 2012

Pregunta un distraído qué es el tango


Qué es el tango pregunta un distraído,
es buena ciertamente la pregunta;
hay que sacarle un poco mas de punta
para entenderle al tango su sentido:

un poema que nace inadvertido,
compases que al poema le hacen yunta
y una danza procaz que el tango junta
en un triángulo suave y atrevido.

Es el mejor ejemplo de armonía
entre el fandango y la elegante vida;
una cuerda invisible con el rango

de unirle a lo tenaz la poesía,
el sol fa mi, la danza y su movida;
no hay síntesis más fiel, que decir “Tango”.

sábado, 23 de octubre de 2010

La partida
Primer premio Concurso "Barracas al Sur de Cuento con marco histórico" en conmemoración al Bicentenario de nuestra Patria

La partida instala el interrogante. En el centro de la mesa, cubierta por un paño verde, se distribuyen las cartas españolas en un salpicado de figuras y números. Los jugadores hurgan en sus pensamientos. Hay una proposición que encierra un conflicto: lo mismo que los une, es lo que los separa.
—¿Usted volvería a hacerlo, General Lavalle?
—Si cupiera cumplir la misma orden, esta vez dudaría. Los revolucionarios no nos arrepentimos fácilmente de nuestras decisiones, pero en su caso, Dorrego... vaya a saber. Nunca me perdonaron su fusilamiento los gauchos del campo ni la gente pobre de los barrios porteños. Pero todas mis batallas fueron las muertes de otros. La muerte de uno, es la última.
Alguien cantó el envido y la respuesta no se demoró. El juego, como la historia, va desarrollándose por caminos inciertos.
—Estimado Lavalle, me hace gracia; cómo puedo creer que no lo volvería a hacer. Recibirá usted una carta, un mando, una esquela, le darán la orden y desenfundará su espada, su espada sin cabeza, y allá irá. La cabeza es algo que le pondrán en miel para que no se pudra. Nuestra revolución quedó inconclusa y usted, es parte de esa muerte.
Envido, real envido, falta envido, suerte y verdad, certeza, mentira. El juego continúa sobre el paño verde de la mesa y el verde césped de los campos de batalla.
—Usted, Mariano, ¿opina que la historia puede prever el futuro, que hay una suerte de fatalidad histórica? —Saavedra intenta evadir la cuestión del fusilamiento.
—La historia es irreversible, pero nos puede ayudar a elegir el futuro En el pasado están las hipótesis.
Ahora toca el tiempo del truco, no se avanza, las cartas no son buenas. Una partida de naipes, como las revoluciones, tiene altibajos.
—Y el futuro es el centro de nuestras disputas. No se culpe, Lavalle, cumplió con su deber.
—Vivimos tiempos violentos, don Cornelio. He pasado mi vida de guerra en guerra: el sitio de Montevideo; el Ejercito de los Andes; Chacabuco; Maipú; la Batalla de Riobamba, donde me apodaron, vaya orgullo, El León de Riobamba; Pichincha; la guerra del Brasil; el combate de Camacuá y, por fin, el fusilamiento de Manuel, el querido por su pueblo.
—¿Envidia?
—No, no creo que lo fuera.
—Usted Lavalle, ha tenido el triste privilegio de ser el primer General Argentino que dio un golpe de estado.
—¡Mi propio compañero de armas!, sin juicio. Dije aquella vez: “A un desertor al frente del enemigo, a un bandido, se le da más término y no se lo condena sin permitirle su defensa ¿Quién ha dado esa facultad a un general sublevado? Hágase de mí lo que se quiera, pero cuidado con las consecuencias”.
Las parejas se estudian: por un lado, Moreno y Dorrego; por el otro, Saavedra con Lavalle. Todos tienen algo en común, algo que los une, pero que también los separa. Ahora el juego ha mejorado. Se grita flor, se habla de retrucos, se muestran espadas, bastos, se dice vale cuatro.
—Usted Moreno no parece haber hecho mucho desde lo militar. Con discursos, joven, no se hacen revoluciones.
—He batallado con mis principios a lo largo de pequeños, pero resonantes combates ideológicos. Lo mío es la palabra, la noche en vela redactando. No puedo decir que sea hombre de armas, pero sí de decisiones. Combates donde el rifle es una imprenta, el puñal es un pasquín, la espada una volanta. En suma: la voluntad del pueblo, de los pobres.
—¿Pueblo?, ¿pobres? Pero aquí no hay pobres, estimado Doctor. Hoy los pobres no existen, falta un siglo para que salgan a la luz. Yo, Manuel Dorrego, soy el único que puede afirmarlo. Lavalle sabe que mi supuesta locura es la dignidad del humillado. Uno no elige sobrenombres. ¿Yo, “El loco Dorrego”? A veces la maledicencia esgrime la defensa de los pobres como una forma de locura.
La partida consume el tiempo, es una excusa, la verdadera razón del enfrentamiento son las ideas, los combates, referenciados por ese siete de oros, por el tres festivo, por el cuatro miserable. Y la mentira.
—Yo tuve razón, no es posible hacer una revolución cuando a uno le plazca. Yo, Cornelio de Saavedra, anticipé el momento. Las brevas debían estar maduras.
El juego requiere, para que no sean solo avatares, que se le reste esa cuota de azar que le es propia. Estudiar los gestos, interpretar las señas, retener las cartas descubiertas, imaginar las posibles.
—La guerra, Cornelio, no es azar. Doy fe de ello —Lavalle lo justifica.
—En el azar están las circunstancias. ¿Qué hizo que mi vocación, tardía, me pusiera de pronto en la defensa de Buenos Aires? La historia es caprichosa, nos tiende trampas o nos depara victorias. La mía no tuvo más virtud que la de estar allí cuando sucedían las cosas —piensa en voz alta quien fuera presidente de la Primera Junta.
—Tal vez la suerte, que es el destino, nos haya dado la misión de desenfundar argumentos y armas para derrotar invasores.
La partida iba llevando a ambos equipos hacia el triunfo o hacia la derrota. Siempre el azar, las brevas maduras. Y la conversación lleva al pasado, las hipótesis del futuro.
—Asumí la defensa de Buenos Aires contra el invasor inglés como una contribución a España, no era mi intención la independencia, pero pregunto, ¿pensó alguien en ella?
—Siempre la he tenido presente. Algún día, alguien dirá: “la revolución es un sueño eterno”. Y Usted conoce lo que escribí aquella ves, movido por la emoción, lo de mudar de tiranos sin destruir la tiranía. Cornelio, con usted nos educamos en el mismo colegio, ambos conocimos argumentos similares, ¿qué nos hizo distintos?
—No somos los unos sin los otros. Somos los representantes de una Nación, de una Nación en guerra, las de la independencia y las internas. Ambas sangrientas.
—La sangre ensucia. Algunos historiadores afirman que usted me envió a asesinar. Lo supuse en aquel tiempo, lo imagino ahora. Usted no me perdona la defensa de la causa indígena, mi alianza con Alzaga, mi Plan de Operaciones. ¿Qué opina Lavalle, usted, que sabe de fusilamientos?
—No me cabe interpretar. Lo mío es la acción.
—Le digo una cosa, Mariano, es cierto, yo planifiqué su viaje a Inglaterra, mi objetivo era alejarlo. Su muerte, por mi parte, no fue un asesinato, no fue lo que imaginé.
—Otros quizás hayan interpretado su diligencia. Usted sabe que cuando un presidente dice fuego, no falta quien encienda la mecha. Y no dejo de reconocer su ingenio con aquella frase postrera que me honra: "Hacía falta tanta agua para apagar tanto fuego...".
Ahora, la balanza de la partida se inclina hacia uno de los lados. En un ir y venir de falta envidos. Esos que cuando se instalan, acaban con el juego.
—No les resulta extraño, que tres de nosotros hayamos muerto violentamente. Que la revolución nos tragara. Y nuestras muertes fueran, si se quiere, ejemplificadoras.
—Mi cabeza atada a la miel, mis huesos en la arena, mi carne descompuesta, la soledad de la muerte y su recuerdo, Dorrego, amargo, persistente.
—Escribí en aquel momento, lo que al fin puede ser la síntesis de cualquier revolución para con ciertos revolucionarios: “me fusilan y no sé por qué razón”. Mariano, su fin es un misterio.
—No tuve tiempo de elegir mi futuro. Hubiera preferido otra muerte, menos temprana, mas heroica.
—La Patria, la Patria es lo que nos une y la Patria es lo que nos separa.
La falta envido, el paño verde, el último recurso, el conflicto, y la Patria, esa mujer inalcanzable, que nos une, que nos separa.

martes, 8 de junio de 2010

Ayer conocí a la mujer mas hermosa del mundo

Ayer conocí a la mujer mas hermosa del mundo,
estaba haciendo la revolución,
supongo,
porque los dientes le brillaban como panfletos.

Tenía unos pantalones que le sobraban por aquí y por allá
y esas zapatillas que usan los revolucionarios
y sus ojos resplandecían como si estuviera viendo al Che,
entrando en Santa Clara.

Ella decía que la revolución se hace de a poco,
por eso sus manos acariciaban el espacio
con sus largos dedos
y tenía las uñas pintadas de gris,
un gris acorazado Potenkím.

La mujer mas hermosa del mundo
ocultaba sus senos pequeños en dos o tres remeras,
una encima de la otra,
tenía un aspecto así, como de los años sesenta.

Yo me enamoré de la mujer mas hermosa del mundo,
fue un amor a primera vista,
ella no sabe nada y quizás nunca lo sepa.

Yo la miraba desde unos diez metros,
como a las revoluciones
que se ven mejor de lejos que de cerca.

Y hablaba y conversaba y decía
que alguna vez se fue de su pueblo
donde no saben nada de revoluciones,
porque ni el periódico llega.

Ayer conocí a la mujer mas hermosa del mundo,
ayer me enamoré de la mujer mas hermosa del mundo,
quizás cuando lo sepa
hagamos el amor, y no la guerra.

lunes, 10 de mayo de 2010

La Bruja de los Mil Botones

Extraño el guardapolvo, ese uniforme escolar, que nos hacía a todos un poco iguales. Eran contados los días sin sol en ese camino de apenas tres cuadras que me separaban de la escuela. Frío si, pero lleno de sol. Y si no, lo buscaba en el blanco de la bandera. Por aquellos tiempos me emocionaba cuando cantábamos “Aurora”, en el patio, a todo pulmón.
Cuando llovía, me hipnotizaba sentado en los pupitres de madera mientras veía brillar las gotas en el borde del techo de la galería. Recuerdo la pintura de las paredes, de un látex sintético y las columnas de madera que sostenían el alero, pintadas de verde. Las baldosas eran amarillas y negras. La guarda, bordeando simétricamente toda la extensión del patio, tenía dibujado un firulete en espiral sobre un fondo gris.
El edificio de la escuela era una casa más en un pasaje densamente arbolado de mi barrio, en el sur del Gran Buenos Aires. Al frente, mirando al cielo, lucía el mástil con la bandera azul y blanca y el sol, en el medio, desafiante.
Iba solo al colegio. A la vuelta éramos una barra y caminábamos conversando y gritando contentos porque nos esperaban en casa, en el hogar.
A la altura de la segunda esquina, cuando ya con mis amigos debíamos separarnos, nos encontrábamos con La Bruja de los Mil Botones. Yo me quedaba hablando con ella. En esa esquina, siempre que brillaba el sol del mediodía, ella estaba. Vestida con sus prendas de todos colores. Parecía estar esperándome.
Me recibía como se recibe a los nietos. Para ella no era un nieto más, aunque tenía muchos más nietos que todas las abuelas del mundo.
Es preciso describir en qué consistía su extraña vestimenta, porque de otro modo, no se entendería el por qué del nombre rimbombante que le había imaginado. Ella no sabía que yo le decía así, nunca se lo dije. Lo de bruja sé muy bien por qué se lo puse. Parecía ser una viejecita muy buena, pero me pareció, por algunas cosas que fui descubriendo, que el calificativo de Bruja no estaba tan mal. Hay brujas que hacen el bien, que son buenas, que no se dedican a dañar, como muchos suponen. Este era el caso. Pero lo de Bruja, ya se los voy a explicar, encontró su significado.
Tenía pegados botones por todos lados y eran todos distintos; al menos me fue imposible encontrar iguales por más que buscaba y buscaba. A veces me pasaba un largo rato mirando y mirando, pero no había caso, no los había. Hasta en la espalda los tenía pegados. En la cabeza se ataba un pañuelo rojo, lleno de flores azules, cubierto también por botones que cubría ligeramente con un sombrero marrón, de una tela parecida a la pana. Algunos ni siquiera tenían agujeros e ignoraba cómo estaban fijados. Alrededor del cuello vestía una bufanda verde limón. En la bufanda no había tantos como en otras de sus prendas, pero en todas eran vistosos y singulares. Tenía un tapado de franela amarillo. Había botones grandes, enormes, como una manzana y otros tan pequeños que era necesario acercarse para verlos bien. Brillaba uno a la altura del ombligo. Algunos eran lisos y otros con dibujos. Los había con cuatro y con dos agujeros. Llevado por mi curiosidad, llegué a distinguir algunos de tres agujeros, cosa bastante rara, creo. Algunos no eran botones, eran viejas condecoraciones de marinos o aventureros. Los zapatos eran de color celeste y las medias negras aparecían desde adentro de su calzado y desaparecían debajo del tapado amarillo. Sus piernas eran marcadamente delgadas. Vista desde abajo, parecía un arco iris: celeste, negro, amarillo, verde limón, rojo y marrón. Un carnaval.
Hablaba con una voz muy tranquila y contaba cosas maravillosas sobre los animales del bosque y los animales de la ciudad que, me informaba con el índice extendido, eran muy distintos. Hablaba sobre todo acerca de sus hijos que, decía con orgullo, uno era abogado y el otro médico.
– No me visitan muy seguido – decía – están muy ocupados, son personas importantes.
Yo escuchaba y escuchaba. Cuentos, historias; de cómo había sido la creación del universo, de cómo apareció la yerba mate, de quién era Ceferino y quién la Difunta Correa. Qué había sido de los Mapuches y la increíble historia del Rey de la Patagonia. Me contaba que, en un país lejano, cruzando el océano, había habido una guerra y que murieron muchos chicos como yo, como medio millón dijo, pero que no me preocupara porque eso aquí nunca iba a ocurrir.
– Nosotros somos gente de paz – trataba de convencerme.
Pero lo que siempre me decía era que ella se ocupaba de que saliera el sol. Que cuando ella decidía pasear, le ordenaba al tiempo que dejara salir el sol y el sol salía.
– Por eso, cuando yo estoy aquí y vos me ves, es porque le dije al sol que me acompañe. Cuando le digo que no salga es porque me quiero quedar en casa, haciendo labores. ¿O acaso, siempre que me ves, no está el sol? – yo afirmaba con la cabeza.
Fue por esa historia del sol que le puse Bruja. Porque hacer salir el sol cuando uno quiere, sin duda, es cosa de magia.
– ¿Cómo qué cosas son labores? - preguntaba.
– Tejer, coser botones, cocinar, leer sobre los ángeles y sobre las leyendas y sobre los mitos y sobre cómo apareció el girasol y a dónde nos lleva recorrer el arco iris y por qué la estrella federal es roja, esas cosas.
Yo no me cansaba de preguntarle los por qué y ella, a veces me contestaba y otras ni siquiera me llevaba el apunte. Las cosas las contaba una y mil veces y nunca se cansaba de repetir lo mismo. Yo tampoco de escucharla.
Un día me regaló un botón. Era grande y cuadrado, cruzado por franjas diagonales verdes, rojas, blancas y azules.
– No lo pierdas – me dijo, como estableciendo cierto compromiso – no soy muy generosa cuando se trata de botones.
Como mi mamá me esperaba con la comida, tenía que irme. Siempre me quedaba con las ganas de seguir conversando.
Y así, durante los años de mi colegio primario, ella estuvo conmigo, acompañándome todos los mediodías de sol. Una vida pacífica y colmada de bonanzas.
Pasó el tiempo. Es ocioso informar algo que delatan largamente mis arrugas. Pasó el tiempo y recuerdo siempre con un cariño particular a mi Bruja de los Mil Botones.

Pero mi mamá, que tiene una gran memoria y no se olvida de nada, hoy me sorprendió. Aunque viejecita y pequeña, arrugada y amarilla como piel de melón, ajada como una cebolla, su cabeza funciona como un violín, un Stradivarius. Recuerda los detalles más insignificantes, y los menos también. Sabe en qué lugar de su casa está cada cosa y explica a las vecinas, con prodigiosa memoria, las recetas más exóticas.
Cada día, o día por medio, paso a visitarla. Le llevo algún libro de los que le gusta leer, una revista, o el video de cierta película que sé le va a gustar. Cada tanto, le compro una caja de alfajores, que me agradece y yo me como, mientras tomamos el té.
Una de esas tardes fue de recuerdos. Ya habíamos agotado todos los chismes, dejamos las orejas de los parientes y vecinos descansar en paz y, como ocurre a menudo, me puse melancólico.
– ¿Te acordás, mami, de La Bruja de los Mil Botones?
– Ah!, si, claro. La Bruja de los Mil Botones… – cabeceó mi madre con resignación, como olvidada.
– La que estaba todos los días de sol parada en la esquina, camino a la escuela – insistí esperando algún comentario.
– La Bruja de los Mil Botones nunca existió.
– ¿Cómo que no existió? Si yo te hablaba de ella y vos me escuchabas y me preguntabas cómo era y qué hacía y cómo se vestía.
– Yo te seguía la corriente. No te olvides que soy tu madre y a las fantasías hay que alimentarlas.
Hubo un silencio. Breve. Mi madre no es de callarse. Cambió entonces distraídamente de tema. Volvimos a los vecinos. Allá en el sur, se sabe, los vecinos son parte de la familia, su extensión. Mientras caminaba rumbo a mi casa, con el sol del atardecer, palpé con mi mano izquierda, en el bolsillo del saco, aquel botón grande y cuadrado, cruzado por franjas diagonales verdes, rojas, blancas y azules.

lunes, 13 de octubre de 2008

Sangre de payaso
(Tercer Premio “Certamen Nacional Barracas al Sur, Buenos Aires, mi provincia”. Secretaría de Cultura, Educación y Promoción de las Artes, Municipalidad de Avellaneda)

Siempre llueve últimamente

A través de mis ojos siempre llueve,
el cielo está celeste pero llueve;
veo en el aire
el vuelo de palomas indiscretas
como si no lloviera, pero llueve.

Temblorosas,
las guirnaldas se arquean por el agua.

Con esta lluvia indómita y porfiada
los cristales se ven como empañados
empecinadamente errantes.

Las lágrimas
ilustran sombras sobre el empedrado
que reflejan un sol húmedo y vano.

Y sin embargo llueve.

Hay como un manto que recubre el ánimo.


La tinaja

Hay una tinaja,
una tinaja de agua
y sobre el agua de la tal tinaja,
un pelo que flota negro pero en llamas.

El pelo es negro y la tinaja blanca.

Dibujada,
hay una rosa que en el enlosado
de la tinaja la menea el agua.

Hay una niña sobre la tinaja,
está descalza y su cabello negro
le cae en ráfagas sobre las espaldas.

Todos esperan que la niña parta,
ella está inmóvil como ensimismada;
un universo la mantiene en calma.

Hay una niña con sus pechos blancos
y una suave brisa le acaricia el alma,
tiene los ojos sobre la tinaja
color esmeralda, color esmeralda.

Si la niña parte como es de esperar
todos lloraremos lágrimas amargas.

Quedan ciertas señales en el alma

El cenicero y el encendedor,
el tapiz, tu frazada, el perfumero,
la vasija de barro, el sotobosque,
la palmera, el silencio, los olores,
los cajones vacíos, las tinajas,
los cubiertos, las copas, los menajes,
las servilletas y los porta platos,
los manteles celestes, los cristales,
el color de la alfombra, las almohadas,
las cremas, los afeites, las baladas,
el CD de Sabina y los sillones,
los pequeños objetos cotidianos
y los tubos de ensayo.

El cofre, los pañuelos, tus enaguas
y los pasa montañas,
aquel portarretratos con mi foto,
la cámara instantánea.

Todas tus cartas.

La cortina del baño,
el bastidor, la estatua, tu cerámica,
los adornos, anillos, brazaletes,
los cofres y los aros.

El silencio y la voz y los fantasmas
bajando con tus pasos la escalera
y tu imagen detrás de las ventanas.

Otras señales

Qué suspiro infernal
ese pulmón asmático y hundido,
sin aire y sin futuro.

Ese temblor copioso y esa mirada inútil,
el arrítmico golpetear de los taladros.

El espejo vacío y el corazón ausente,
aquel portarretrato y su cristal
quebrado
y la correspondencia con nombre y sin destino.

Sobre las azucenas las lágrimas son miedos
y el clavel este invierno quedó descolorido.

Las piedras del garaje permanecen dispersas
como las margaritas que parecen molinos.

Fue tanta la sorpresa que hasta el sepulturero
pensó que era imposible que ella se hubiera muerto.

Todavía en las noches cuando me ataca el sueño
intento despertarme con el último aliento;
no se cuál es el precio de morir sin saberlo.

Me anoto esta pregunta para nuestro reencuentro.

Sangre de payaso

Sangre de payaso,
esa sonrisa cada vez más delgada.

La realidad no es una mueca que albergue carcajadas
de mágicas visiones.

En un caleidoscopio
se muestra esa infinita y alegre calavera.

Como una enredadera, alucina ese cuerpo.

Ah, sangre de payaso,trágicamente enamorada.
Señales de Humo
Segundo Premio Literario Internacional de Poesía 2005 en R.E.I.A. (Reunión de Escritores Independientes de Avellaneda) con el auspicio de la Municipalidad de Avellaneda.

El humo se derrite expulsado al aire cotidiano

El humo se derrite
expulsado al aire cotidiano,
desaparece,
arranca con la fuerza de una vegetación abigarrada
y se derrumba entre las sombras de una lámpara azul.

Detrás del instrumento,
un hombre inmenso intenta distenderse,
capitula
y finalmente renace en un incierto laberinto de pipas;
elige,
compara,
alude a los remotos campos sembrados que en el mundo
abrigan aromas mezclados y diversos.

Ese hombre,
agazapado,
es el que comparece para rescatar la distancia de las marcas,
la calidad de los objetos
y el gusto delicado de una pitada intensa e infinita.

Ese hombre,
es el testigo,
un catador experto entre otros miedos.

Abordé la fumata de un barrio sin veredas
a Sguritza (El pueblo aquel)

Abordé la fumata de un barrio sin veredas,
o digo, en realidad, la calle era una sola
y en unas pocas cuadras se acababa la vida.

La calle daba a un cerro, el cerro a una pintura.

Un carro con caballos repartía la leche
y el diario nos llegaba según cayera el día.

Nos apelotonábamos para escuchar la radio,
las válvulas ardían.
La pipa era una inglesa regalo de mi padre,
el tabaco era dólar, los fósforos de cera,
y como atacador, El Loro, el de la sexta.

Aún conservo la foto debajo de la mesa
en que aparezco yo, pipando tras la verja.

Abordé la fumata adelantando tiempos,
era el fin de la historia el pueblo en que vivía;
la lluvia era una gracia y el sol la bienvenida,
y el frío era mas frío, y el calor otros cuentos.

Y los guachos del barrio nunca tomaban vino.

La pipa es una Peterson que conservo conmigo,
el tabaco ya es otro, mi atacador de cedro;
ya no pasa por casa el carro del lechero
y mi madre no llama cuando está la comida.

Mi pueblo es ese pueblo tan lejano y perdido
que ya no tiene caso que vaya a descubrirlo.

Elijo esa y no otra para la noche en casa

Sigo el deseo de ese cierto vicio
que imagino con cada regreso de la selva,
hago círculos mágicos con la mano en cascada;
voy como revolviendo la mezcla de tabacos.

Me sentaré en la tibia nostalgia de mi entorno
donde existe la pipa, pero también el vaso,
o la copa, o la taza según se diera el caso.

Para la soda el vaso, para la copa el vino,
un café bien cargado para la blanca taza.

Todo es posible en esta, silenciosa parada
que depara la noche y el entorno y la casa.

Amo ese hermoso límite, cuando cargo esa pipa
y no es otra sino esa, para hoy, para ahora;
porque la elige el alma...

Imagino a la pipa como un culto

Imagino a la pipa como un culto,
como un mar bucanero con bandera pirata
y un aroma de garfios y molinos
donde cada tabaco es una marca..

Y esa marca respeta un prototipo,
la marca, en ese caso, es casi un hito.

Pero vivo en ciudades y edificios
donde el sol estremece la avenida
salpicando el asfalto de orificios.

En esos escenarios policromos
se confunde el smog y el cigarrillo.

Pero no se confunde el remolino
del humo de una pipa en El Molino,
cuando El Molino aún era ese sitio
donde desayunaba los domingos.

Un habano y ese añejo licor me reconfortan

Dejo pasar el tiempo
como pasa la brisa a través de las rejas,
el hierro del portón es una muestra fría
de mi nueva elocuencia,

El jardín es un páramo,
todas las tempestades cruzan por sus canteros
y envejecen las plantas hacia un gris amarillo.

Queda en pie en este entierro solo aquél viejo fresno,
desgajado de hojas,
hoy veintiuno de junio,
comienzo del invierno.

Pero este fuego mío que ayuda y me repone
y un habano y el viejo licor me reconfortan,
ellos son como un humo que oculta las tristezas
y me elevan a un plano donde me adhiero al cielo.

Humos y crepúsculos
(Ciertos lejanos amaneceres en la histórica Confitería Del Molino)

Yo con mi compañera en El Molino,
con sabor a factura y café crudo,
el mozo de levita, yo desnudo
y un baño con sabor a verde pino.

Se perdía en el sur esa avenida
que a ratos era gris y a ratos río;
y el gusto a vino amargo, pero mío
y esa falda mas corta que la vida.

Ella fumaba Jockey, yo mi pipa,
ella hablaba de amor y de futuros,
yo hablaba de tabacos y de puros.
Una luz se esfumaba en la tulipa.

Los dos imaginábamos revueltas,
algún mayo francés, un cordobazo,
nos íbamos después, ambos del brazo
a dar por la ciudad vueltas y vueltas.

En la cima del sol estaba el fuego,
en el amanecer el desenlace,
hoy la historia nos hace su desguace:
nos dice sin apuros, luego, luego.

Ahora si, nos confunde el remolino,
el sutil malestar de los amigos,
la dura soledad de los testigos,
la fachada cerrada Del Molino.
Dolores de barrio triste
(1er. premio Sociedad Argentina de Escritores Surbonaerense Delegación Avellaneda)

El barrio esta noche

El barrio es una suerte de misterio esta noche,
el farol se ha quebrado y alumbra con su vientre,
se dibujan las hojas del plátano en el porche
y los niños no juegan y arengan quedamente.

Se borraron los límites de todos los portones
y la sombra de un viejo se recorta en la esquina,
en todo el vecindario nadie proclama amores,
la curandera gorda se traga su saliva.

Hasta en los recipientes que albergan la basura
donde los desperdicios gimen su desamparo
decidió cada gato en su ronda noctámbula
respetar contenidos y amortiguar el daño.

Y tal es el respeto que emana de las casas
que en silencio se lava, se plancha, se cocina
mientras pasan las cosas como las cosas pasan
y la prole conversa con voz de sacristía.

Y quién hubiera dicho que esa muerte, serena,
dejara tan vacías, tan solas las palabras
que no hay verso ni rima capaz de dar siquiera
respuestas apropiadas a estas horas amargas.


Dolor de barrio

¡Oh! barrio de vergonzosa soledad,
de ancianos pobres de mirada triste,
de fresnos leves y soplos de impiedad;
barrio de tenue luz, que nos desviste,

que nos desnuda con fría claridad,
extramuros de sal que el musgo viste,
que adereza con miedos la verdad,
que retorna, que vuelve, que persiste.

Barrio contemplativo, barrio viejo;
con el paso cansino te recorro
y soy en tu vereda un azulejo.

Pienso en ese universo y te descorro:
eres luna, eres sol, eres reflejo
de un dolor que reclama su socorro.
Las moscas
(Mención 6to. certamen literario nacional de cuentos 2008 de los Programas Médicos & Daimon Arte)

Lanús es una ciudad sucia. A medio construir o medio destruida. Descascarada. No hay casa a la que no le falte terminación: revoque, pintura, baldosas, ladrillos, mosquiteros. Hace cincuenta años que Lanús se viene construyendo. O destruyendo. Sus casas son bajas. Cada tanto, un edificio recorta el cielo y clama por mantenimiento. Los vecinos viven sin tomar en cuenta esa desidia y descuidan sus jardines o sus veredas o sus frentes o sus interiores. Sus habitantes construyen al ritmo de sus posibilidades económicas.
Lanús es una ciudad de fábricas en los fondos, de talleres mecánicos, de viejos torneros, de chatarreros, de recolectores de muebles desquiciados, de recicladores insaciables. Es una ciudad vieja.
Las veredas son anchas, pero se camina sorteando obstáculos. Veredas de tierra, de ladrillos, más altas, más bajas, con escombros; la discontinuidad es la norma.
Hace algunos días que hay huelga de recolectores de residuos. Las esquinas se han transformado en contenedores de desperdicios. Las bolsas de plástico clausuran las alcantarillas. Si lloviera, pienso, el agua no tendría dasagote y habría inundación, insectos, olores, miseria.
El puente Uriburu perfora la Capital desde Pompeya y el río de plomo inunda los alrededores con el aroma de sus ácidos y sus aceites. El ambiente está contaminado. En ese descontrol ecológico, las macetas intentan, con dificultad, reconstruir una cuota de vida vegetal. Se han acabado los jazmines. Los árboles son raquíticos troncos con sus cabelleras desvalidas y calvas y constituyen un calidoscopio de infinitas especies que se fueron insertando en el paisaje. Las napas se han ido contaminando con los desperdicios del Riachuelo que clama por justicia.
Mi casa es parte de ese suburbio detenido en el tiempo por algún fatalismo incierto y obsesivo. Cada tanto, pasan por el frente, grupos de ancianos hablando en voz alta, con voz de contingencia. Y otra vez silencio. Y luego el sonido de algún automóvil a la distancia o el tren, mucho más lejos. La quietud de Lanús no es el síntoma de una ciudad tranquila sino el reflejo de su apatía.
Estoy tirado sobre una cama otomana: cuatro patas, un elástico vencido y un colchón cóncavo y delgado.
Tengo las puertas y las ventanas abiertas. Hay un ir y venir de moscas revoloteando en todas las habitaciones. No son discretas, no le temen al hombre, lo desafían. Las cucarachas, por ejemplo, son al menos prudentes y saben retirarse a tiempo ante la presencia humana, reconocen sus culpas y escapan, huyen. La mosca, por el contrario, invade, no mide la importancia de los objetos, aterriza unos segundos hasta que un algoritmo interno la impulsa a levantar el vuelo y volver, con su infinita impaciencia zigzagueante, a recorrer el espacio sin criterio ni sentido.
Moscas. ¿Por qué tantas?, ¿cómo convivir con ellas?, ¿cómo domesticarlas?
Dejo que se posen sobre mí. No las molesto. Las observo con una curiosidad en donde subyace la brutalidad. Hay algo de sádico en mi mirada puesta en sus multiformes ojos. Un ojo contra mil, un ojo contra un laberinto de cristales inútiles. ¿Qué ve una mosca cuando mira?, ¿infinitos cuerpos que se repiten como calcados y translucidos?, ¿me mira, realmente?, ¿me ve?
Me quedo muy quieto. Varias están sobre mí. Algunas vuelven a irse, impulsadas no se sabe por qué.
Cada mosca es un objeto de odio. Cada mosca arrastra en sus patas basura en descomposición: restos, oxido, mierda.
Miro a mí alrededor y percibo señales. Las moscas me indican su destino. Van dibujando su futuro como una radiografía de lo inútil. Se me ocurre pensar en sus almas. ¿Tienen alma?, ¿qué dirá Dios de su existencia?, ¿qué día las creó?, ¿con qué propósito?, ¿qué animal mantiene el equilibrio ecológico y las desbasta?, ¿a quién se come la mosca y justifica el equilibrio?
Me muevo. Todas las moscas que estaban sobre mí arrancan a volar como alertadas por un peligro cierto. Tiemblo. ¿Tendré fiebre?, ¿tendrán fiebre las moscas?, ¿les dolerá la cabeza?, ¿tendrán diabetes o úlceras o cáncer?
Me voy levantando lentamente. Estoy solo. Siempre. Voy caminando hasta la cocina. Mi cuerpo parece no querer responder a mis órdenes. Estoy abotagado. Ya no pienso. En la cocina, abro el cajón de la alacena, el tercero empezando desde arriba. Revuelvo, tomo una palmeta. Es anaranjada.
Comienzo a recorrer la casa cerrando puertas y ventanas exteriores. Hace calor. Las moscas no han advertido el cambio de temperatura. Sólo yo empiezo a sentir el fuego del verano concentrándose en la casa. La casa ha acumulado calor. ¿Tendrá algún valor el calor acumulado?, ¿poder de reventa?, ¿será posible acumular calor para el invierno y no tener que prender estufas ni hornallas?
Termino el recorrido. Todo está sellado. No hay aire. No hay salida. Ni para ellas ni para mí. Somos dos enemigos prestos. César y Pompeyo. Hombre y moscas. Ambos esperando el momento de la batalla.
Voy a la cocina. Empiezo. El palmetazo es un golpe firme, seco y preciso con el centro de la palmeta. La mosca, sorprendida, queda imprimiendo su sitio o cae inerte. Voy ganando práctica. Tengo la cara descompuesta. Sudo. Hay vajilla sin lavar en la pileta: platos, cacerolas, cubiertos. Los azulejos están sucios, como de tierra que se adhiere a la grasa. En la mesada se acumulan objetos de todo tipo: una azucarera, yerba, café, repasadores, restos de fideos, colillas de cigarrillos. Me induce una fuerza interior, como de una locomotora, impulsada más por la inercia que por el combustible. Me deslizo sobre las baldosas donde intento afirmarme y empuñadura en mano, matar. No puedo pensar racionalmente. Siento satisfacción por el simple hecho de ejercer cierta autoridad, de descubrir que soy más poderoso que algo: una mosca, otro.
Advierto que, si no voy cerrando las puertas a mi paso, otras ingresarán y el proceso resultaría interminable. Las cierro a medida que las voy atravesando. Termino la tarea en esa parte de la casa. Las últimas moscas se defienden intentando una infructuosa huída. A algunas las sorprendo en el aire.
Paso al próximo cuarto. Ahora mis golpes son más precisos. Ya no experimento el titubeo de las primeras veces. Quedan pocas y mueren. Paso al siguiente cuarto y al siguiente y voy corrigiendo errores; ya no fallo como al principio. Mi precisión es notable. Gotas de sudor caen a mi paso y me obnubilan. El baño, la antecocina, el último cuarto, el living.
Quedan pocas, pero las voy ajusticiando, a cada una les asigno un delito. Me imagino un verdugo que actúa casi sin pensar. Es mejor no pensar, debilita.
Sobre la ventana que da al contrafrente ha quedado la última golpeando el vidrio. Sabe. ¿Sabe? Que ya no tiene futuro, imagina su destino. Espero. Tengo tiempo. Ella intenta llegar al otro lado, al patio. Es una cosa negra que agita sus alas y clama. ¿Clama?
Me acerco lentamente. Con mi mano derecha empuño la palmeta. Mi mano izquierda se extiende hacia el borde de la ventana, la abro. La mosca advierte el cambio de temperatura y vuela hacia la libertad. Retrocedo hacia el centro de la habitación, me siento y pienso: esta última acción, ¿me acerca o me aleja de Dios?
Las inquietudes del Señor Oficinista
(Tercer premio cuento breve del Consejo Comunal Mujeres de Domínico y la secretaria de Cultura, Educación y Promoción de las Ates en el Concurso Carlota de Domínico)

Todas las mañanas llego a la oficina, me siento, enciendo la lámpara, abro el portafolio y enfrento un nuevo día de trabajo. La empresa ha encarado ciertas reorganizaciones corporativas a las que, poco a poco, nos vamos acostumbrando. Esta semana me han retirado la silla. De manera que ahora me apoyo sobre el escritorio o en el piso. Con el reparto de las tareas de la mañana, me han notificado que debo desalojar el escritorio porque, durante la noche, será transferido. Me informaron que dicho desplazamiento estaba previsto. Según parece resulta necesario para favorecer el desarrollo de otras áreas estratégicas y obedece a razones de carácter reservado. Desde entonces me resigno a ubicarme sobre la pared de la ventana. De ese modo, aprovecho la luz que proviene del exterior y puedo realizar mis tareas sin demasiado esfuerzo visual. La empresa me ha solicitado la lámpara para otros objetivos. Como siempre fui obediente de las decisiones jerárquicas, decidí no interponer objeciones y me limité a hacer silencio. Sin embargo, el hecho de que tenga que conformarme con la luz natural, no me ha perjudicado, todo lo contrario. Tal circunstancia vuelve levemente complicada mi tarea cuando cae la tarde y debo confórmame con la luz general del edificio, apenas suficiente. Han racionalizado el uso de la luz eléctrica. Allí donde había un par de tubos fluorescentes han eliminado uno para, nos dicen, ahorrar en el consumo así como en la compra de repuestos. Cada vez que se queman sus dos tubos en algún artefacto, con un criterio utilitario, sacan uno allí donde hubiera dos y reemplazan uno de los quemados. Poco a poco, la luminosidad se fue reduciendo a la mitad, pero, según se afirma, el procedimiento no desmerece en nada la productividad de la empresa que incluso ha aumentado. Eso me da fuerzas como para continuar adelante.
Gracias a mis insistencias, han desistido, por ahora, de la intención de privarme del portafolio. Lo atesoro con temores y lo escondo para que nadie lo note y entonces, vuelvan a intentarlo. Cuando lo abro, lo hago por el lado de afuera de la ventana para no ser advertido. Un tiempo atrás provisto de un taladro, un tornillo en ele y su tarugo, construí sobre el exterior un gancho que me permite colgarlo. O sea que, mientras me mantengo en la oficina, nadie nota su presencia. Cuando necesito tomar algo de su interior debo tener cuidado porque al abrirlo puede suceder que se caiga hacia el aire y luz del edificio lo cual haría difícil recuperarlo o, en todo caso, que algún papel de su interior se vuele y pierda información importante para la organización. Cuando llueve, el operativo se torna levemente complicado porque temo que se moje. Esto lo he resuelto incluyendo en su interior una bolsa de nylon lo suficientemente fuerte y del tamaño adecuado para protegerlo en tales ocasiones. Cuando me preparo para las tareas, trato de extraer todo lo necesario para no tener que contorsionarme cada vez que necesito algo. Aún así, suelo no mostrar algunas cosas que puedan ser de utilidad para la empresa y que resguardo celosamente: en particular una lapicera que contiene tinta para unos cuarenta o cincuenta días y una goma tinta lápiz de esas rojas y azules que me recuerdan mi niñez. Tuve el cuidado de escribirle mi nombre con birome para que, si se pierde, me la puedan devolver. Eso es bastante improbable porque todos en la oficina desean tener una y no todos han tenido la precaución de resguardarla convenientemente. Si alguien la encontrara le borraría la inscripción y agregaría la suya en una acción tan inútil como lo fuera la marca anterior. Tengo también, una estupenda agujereadora, treinta y siete clips en un porta clips magnético y algunas otras cosas más que no enumero exhaustivamente para no abusar. Cito a modo de ejemplo: una libreta de anotaciones, un par de aspirinas, anteojos, un encendedor y un alicate.
Durante el día, trato de concentrarme en las tareas que la empresa me demanda. Hago planillas en papel cuadriculado. Todas las mañanas pasa por mi lugar de trabajo el Señor Superior y me deja treinta y cuatro hojas de papel que debo trazar con líneas paralelas, verticales y horizontales a dieciséis milímetros una de otra las horizontales y a veinticuatro las verticales. Nadie me ha capacitado acerca de lo que debo hacer con el sobrante, tanto hacia la derecha como hacia abajo del papel. Tampoco acerca de si el trazado debe ser en frente y dorso. Considerando mi apego al trabajo he decidido hacerlo en ambas caras para satisfacer cualquier demanda futura. Esto puede tener inconvenientes en el sentido de que, si a la empresa o a algún superior le pareciera que esto es excederme en mis atribuciones, dichas páginas serian irrecuperables.
Día a día, he tomado mayor experiencia en mi tarea y lo que antes me llevaba casi todo el día ahora lo concluyo una hora antes del fin de mi jornada laboral. Durante el tiempo residual, para no despertar sospechas, aparento seguir trabajando mientras llevo mis pensamientos a otras imágenes en otras latitudes. Unos tres minutos antes de la hora de salida llega el Señor Superior y se lleva las hojas. Nunca he recibido comentario alguno acerca de ellas y tampoco lo pido, respetuoso como soy de los objetivos máximos de la empresa y de la necesidad de no divulgarlos para evitar espionaje comercial, tan de moda en estos últimos tiempos.Así acaba mi jornada. Recojo el portafolio que dejara colgado en el exterior y me retiro lo más sigilosamente posible. No vaya a ser que los superiores adviertan mi presencia, o la del portafolios e, inesperadamente, intenten deshacerse de alguna o de ambas de esas cosas.

jueves, 12 de junio de 2008

Los mudos del cyber

Hay treinta mudos en el cyber café,
uno soy yo,
tratando de comunicarme con el mundo,
(me queda chico el barrio).

Treinta y pico de compartimientos
en hileras de a cinco, equidistantes.

Nadie debe hurgar en su próximo prójimo,
cada uno en sus cosas,
olvidando su entorno.

Todos,
digitalizando
sus mundos solitarios.

Es conveniente amar en el anonimato.

Yo,
desmantelaría todos los aparatos
y organizaría con los mudos
una orgía de abrazos.

martes, 3 de junio de 2008

La feria

Arranca en madrugadas por el puesto del vino
y transcurre su ritmo hacia el sol vertical,
la feria es la vidriera donde cada vecino
es un calidoscopio de sueño y arrabal.

En las horas tempranas el murmullo transcurre
entre pavas quemadas y luz artificial
y el bizcocho de grasa tentempié que discurre
con toda la rutina del axioma final.

Las voces van creciendo como canción antigua
se llena de vecinos el lumpen marginal
y desde el verdulero hasta la venta ambigua
intercambian monedas la pobreza y la sal.

Cuando todo se acabe quedarán sólo rastros
cajones destruidos, un resto accidental
y las piernas pesadas y cansados los astros
y el ronroneante inútil camión municipal.

martes, 30 de octubre de 2007

El Iviato
(Región del pueblo Sirionó, El Beni, Bolivia )

Planto un árbol,
desmonto quinientos,
cazo y obtengo la piel de doscientos caimanes,
exporto cincuenta.

Cazo un anta,
mi yegua reproductora produce poco,
quince compañeros salen a desmontar
y sin embargo, orino lejos de la posa:
la necesidad, el comercio y la ecología nunca se llevan bien.

Alguien regala un panel de electricidad,
no hay luz,
construyo panales,
obtengo miel.

Levanto una cabaña de barro y paja,
hago un puente para equilibristas,
salgo a cazar de nuevo,
compro un quintal de harina,
vendo una pipa,
alquilo dos caballos,
me visto con ropas civiles,
mis camperas son del ejército boliviano,
al ejército lo arma el imperio,
mi choza tiene piso de tierra apisonada.

Obtengo una beca para viajar a San Francisco,
tengo un mecánico,
y un apicultor,
vuelvo a mi carretera polvorienta.

“El Sur” viene cada tanto,
nadie me espera en la estación del ferrocarril,
no hay ferrocarril,
no hay rutas,
no hay comunicación,
la basura se acumula en bolsas de polietileno,
el gallo grita durante todo el día,
no hay amanecer.

El aire es puro,
aquí los ojos no se irritan,
y el asma parece haber desaparecido.

Cada tanto un móvil va para Trini,
el viejo tiene sesenta y ocho años,
la vieja es flaca como una tacuara,
cree en Jesús,
el evangélico,
que la aleja de todos los males de la tierra.

martes, 23 de octubre de 2007

¿Qué saben los franceses?

Soy turista en París, ciudad ajena,
me deslizo entre tejas de pizarra
reconociendo nardo a nardo al Sena,
celebrando mi estancia de cigarra.

Una mañana azul, una cualquiera,
bajo el Arco de Triunfo, entre turistas,
palpando el sol de aquella primavera
fue que vi trabajar a los artistas.

Eso fue en Notre Dame, con sus paletas,
dibujando a pincel, un mediodía,
abiertas como flores, su maletas:
pintó cada pintor su alegoría.

Fuimos, ahora no somos, pero fuimos
los que pusieron todo en la mesada,
los que por nada todo, todo dimos.
¡Y los franceses, que no saben nada!

jueves, 16 de agosto de 2007

Sevilla

Baja la Carmen vestida
con sus flores amatistas;
va con el negro encendida
y negras las pantorrillas.

Sus ojos replican fuego
y sus tacos martilleo;
y por el Guadalquivir
baja la sangre y el duelo.

Agresiva su mirada
y su mantilla, violeta;
la Carmen, talle y guitarra
corta el aire su cadera.

Y la mantilla se mueve
al ritmo del fiel rasgueo;
que la muchacha sostiene
con los golpes en el suelo.

Repique, repiqueteo,
capa, florete, rasgueo,
castañuela, castañuela,
otra vez la sangre al ruedo.

Su cola se mece loca
con el cuello que cimbrea
y su mano se enamora
del brillo de su peineta.

La frente, profunda y clara,
el collar, es de esmeraldas,
la luna, como una mancha,
blanca sobre la ventana.

Cante jondo el de la voz,
en la guitarra, flamenco;
con los pies nos habla Dios
y en la guitarra San Pedro.

Baja luego de una pausa
de chaleco el bailaor;
chaleco negro su danza,
negro el ritmo y el tacón.

La pareja se entrecruza
al verbo del guitarrón;
baile que sirve de excusa
a los pliegues del amor.

Violento se torna el cruce,
taco y taco y taconeo;
y la pareja presume
con su meneo y su vuelo.

Un toro parece el hombre,
el torero, la muchacha
y su mantilla, el capote
y su mirada, la espada.

Y casi ronco el tenor
con su cante, cante jondo,
acompaña al mataor;
y al acero, y a su lomo.

Y sobre la arena, sangre;
quiebra sus patas el toro
calla el baile su jaleo:
el toro es un hombre solo.

Un nuevo repiqueteo
para acabar con la fiesta;
el hombre levanta el brazo,
y la mujer, su cabeza.

Sevilla, mayo de 2007

domingo, 10 de junio de 2007

Mi país, tu país

Mi país.
País de torturados, de desaparecidos, país de fusilados, país de poetas fusilados.
País del miedo.
País de la traición. País semana trágica, país José León Suárez.
País de exiliados, de derrotas, de vendidos, de comprados.
País de indios muertos. País xenófobo.
País fascista.
País de clandestinos. País sin memoria. País de inmigrantes, de emigrados.
País botín de guerra.
País sin terminar.
País a la medida de su madre patria.

Tú país.
País imperial. País de colonizadores y de colonizados, de explotados, esclavizados, torturados.
País de ladrones del oro y de la plata.
País de la cruz y de la espada. País insolente.
País de toros muertos, país de galgos destrozando liebres.
País de Franco y de guerra civil. País fascista. País de perseguidos y de persecuciones.
País inquisición.
País de poetas fusilados. País de hambrientos.
País de emigrados e inmigrantes. País sin memoria.
País OTAN.

Mi país.
País de tango, de Borges, de Cortázar.
País de obelisco y de café. País Avenida de Mayo. País calle Corrientes. País Monserrat.
País de negros, de inmigrantes. País de mulatos. País de Evita y de Perón.
País de almidón. País de Piazzollas y de Goyeneches. País Rodolfo Walsh.
País de tristezas, de añoranzas, de a dónde iremos a parar.
País Plaza de Mayo, de madres de la plaza.
País de llanuras, de campos, de vacas, de caballos. Granero del mundo.
País de premios Nóbel.
País de Boca y River. País de Maradonas.

Tú país.
País de Cervantes, de Lorca, de Miguel, de Rafael.
País de moros, de judíos, de cristianos.
País de gaitas y de tapas. País heterogéneo.
País de la república, de Gaudí. País Picasso.
País de navegantes, país de arquitectos, de Guadalquivires, de Dueros, de Geniles.
País de Tajos. País de Joan Miró.
País de fútbol, de Nadales. País de tenores. País a la medida de las cosas.
País flamenco, de tacos, de castañuelas. País de pinchos, de cazuelas.
País de Manoletes.
País de Olivos.
País de árboles frutales.

Países.
¿Cuándo fue el desencuentro?
¿Dónde fue que yo, tan simple como yo, me haya desencontrado con vos, hombre simple,
/tan simple como yo?
¿Qué espada se cruzó entre los dos? ¿Qué historias, qué mentiras, qué política? ¿Qué laberintos?
¿Dónde fue que empezó esta guerra de nadas contra nadas?
¿Dónde están nuestros inalcanzables referentes, nuestros ejemplos, nuestros educadores?
¿En dónde y de quiénes aprendimos lo malo que sabemos?

Qué tristeza. Qué impotencia. Mi país, tú país. Cuánto dolor. Lloro por ambos dos, país, países.

Barcelona, junio de 2007
Habría que jubilar a todos los violinistas

Escucho música clásica;
nunca escucho música clásica,
me aburre,
pero hoy sí y me imagino joven.

En aquellos tiempos lo hacía
como para no quedar mal con mis amigos intelectuales;
necesitaba demasiado del otro,
de complacer,
de formar parte.

La escucho,
no es interesante,
los sonidos no son sonidos frescos,
el equipo no ayuda.

Sin embargo,
una nostálgica sensación me cubre el alma
de muerte:
¿es posible recordar con nostalgia los días en el gueto?

Aunque no sea Wagner.

Extraño, muy extraño.

Debajo de cada nota,
de cada solo de violín,
hay,
imagino,
una cámara de gas,
un crematorio.

Los conciertos siempre me recuerdan a Auschwitz,
a las fotos de montañas de cadáveres,
a cientos de filas de uniformados a rayas con la cabeza rapada y suecos de madera,
a las miradas de los esqueletos asomándose en camas apiñadas:
eso me imagino.

Extraño, muy extraño.

Tengo una pobre opinión del hombre,
tengo un discurso pesimista.

Escuchar música clásica me hace mal, muy mal;
habría que jubilar a todos los violinistas.

Barcelona, mayo de 2007

viernes, 20 de abril de 2007

Urubamba
(Para Alberto con quien compartimos
un viaje de aventuras al Macchu Picchu en el verano de 1973)

Un río tumultuoso vocifera Urubamba
y dispersa un rocío de azules abundancias,
sus cursos alimentan al territorio Camba
en esa saciedad poblada de distancias.

Sin presentar batalla cae Atahualpa, el fiel.
Pizarro se hace fuerte, envía a sus vicarios;
el Pacha se ha rendido, hay luto en el cuartel.
Por lo pronto el poeta funda sus Comentarios:

han llegado los gringos de una mentada España.
Con sus ojos de oro, en su ambición se palpa
un dios ajeno que arma, con su tela de araña
las formas más sutiles de matar a Atahualpa.

En Coricancha, en Cuzco, donde el leopardo es panza
un dios está desnudo y otro dios lo reemplaza,
con su filo amarillo de sed y de venganza
el Inca vive atento y su arsenal emplaza.

En el centro del Cuzco la invasión se solapa,
se asienta destruyendo, en singular campaña;
en sincrética espera el gringo se agazapa
y evangélicamente calla el virrey su saña.

Tambo Machai espera, arma su barricada;
el Inca ha decidido bañarse en su acuarela.
En Puca Pucará la piedra está alistada,
el peligro en el alma huele su centinela.

Sacsahuaman se indica como el ojo testigo,
podrá ver cómo el godo se come las migajas.
El oro de los reyes se derrite a su abrigo,
el arca de los viles se corona de alhajas.

Voy por las callejuelas desnudas del Perú,
ríos contaminados se apunan sin control;
por la calle del Inca la miseria es tabú
y en el mercado venden un dólar por un sol.

jueves, 29 de marzo de 2007

Talcahuano y Corrientes

Hoy es el día.
Lo imagino radiante como una primavera
con su zumbo amarillo y sus racimos rojos.

Ella inmóvil allí, con sus ojos celestes,
con el cuerpo brillante como una enredadera;
un instante después, cuando cesó la lluvia,
esperando a este tronco potenciado en glaciares
que tiende a derretirse con cada despedida.

Hoy es el día,
del caluroso encuentro y las sublimes hordas
de miradas ardientes.

Redescubriendo
lo desentrañable
y sopesando el alma.

Hoy es el día
y tengo en mis entrañas la fuerza anestesiada
y el triste torbellino de soles estallando.

lunes, 12 de marzo de 2007

Propongo que acordemos

Propongo que acordemos
una fórmula ambigua de hablar de nuestra historia,
yo me sincero en todo lo que pienso y opino
y vos
te arrancás esa
medieval armadura.

Por ejemplo: yo expongo profundas reflexiones:
el día es caluroso,
probablemente llueva,
el amor es tan frágil en estas latitudes,
la mano del amigo siempre te deja un pálpito.

Y vos en tono franco
repienses parecido:
la humedad nos perturba,
puede que llueva un día,
el amor más que frágil es casi inaccesible.

Y te advierto una cosa:
casi no tengo amigos.
Lluvia

Hoy llueve en buenos aires / y a quién le importa y para que decirlo / un verso cae / un verso se desploma / no se sabe muy bien si es necesario / decir que en mi se llueve el universo.

sábado, 3 de marzo de 2007

Medir la angustia

Qué muerte es esta muerte
que nos ata a la silla
con crespones.

Cómo valuar mi angustia
o cómo la demuestro
o la fotografío.

Cómo la represento,
qué cantidad de lágrimas
pueden ser necesarias
para medir este dolor que tengo.

¿Habrá formas mecánicas
de comparar mi angustia
con su regla maestra?

martes, 27 de febrero de 2007

Villa Crespo

Te descubrí algún día cuyo recuerdo es vago,
en ese conventillo de escritorios y sillas
donde más que advertirnos, sólo nos ignoramos.

Fue un probable saludo con mi eterna nostalgia
y el aire de ese barrio, judío, insomne, mágico.

Me imagino ligero, me supongo extraviado,
pensando otras historias, dibujando otros barcos.

Probablemente fuera formal tu bienvenida,
yo te habré dado un beso, prudente, entre los bancos.

No recuerdo ese día,
no puedo recordarlo
y tengo tanto miedo, hoy, que llegué temprano.
Los artesanos de la calle Florida

Me estrello,
impacto en la pared de un transeúnte levemente angustiado,
en sentido contrario, para bien o para mal de la sociedad globalizada.

El olor a pachouli, se mezcla con el cannabis de los chupadores,
cantan canciones de protesta los juglares desocupados en las ciegas veredas,
los artesanos se acompañan con un mate de yerba secada al sol,
Discépolo no se imaginaba que la cosa podía estar peor.

Camino hasta El Retiro
una infinita cola de mendigos en ingrata procesión me acompaña,
marcho por detrás de la columna de indigentes,
recojo lo que resta,
nada va quedando para los pobres más pobres que llegan último al reparto.

Yo me cansaría de recoger basura
y me encadenaría a alguna columna de la Catedral.

miércoles, 21 de febrero de 2007

Última visita a la quinta familiar

El portón es verde,
acaricio sus bordes para afilar mi espada.

El sol,
alarga su sombra precediendo a la noche,
las suaves redondeces de la columna sostienen a las palomas bajo los capiteles,
ando las galerías sobre los extraviados cadáveres de mis antepasados
en sigilosos pasos que atienden mi precaria salud.

Hay un ritmo de lenta procesión en la púrpura granja
y el molino que clama con su silbido vano.

Bajo la acacia,
en el ángulo sur del alambrado nuevo,
duermen los perros como abotagados.

El viento es suave y los aleros tiemblan
al cruce de sus lenguas.

Rueda por el camino un carro levantando la tierra,
los rayos de la rueda geométrica, algebraica,
forman largos colmillos como de morsas o elefantes marinos.

Nada en el horizonte salvo el sauce y el pino
y todo es solitario, meandroso, perceptible,
como ese laberinto que va arrastrando el río...

miércoles, 14 de febrero de 2007

Una para mi pipa Luigi
(pequeño homenaje a Luis Arbotto)

No es la primera vez que se cubren de rojas
las muertes que me rozan las palmas de las manos,
y quiebran mis costillas y destiñe las hojas
que escribo en esta tinta feroz de los humanos.

Cuál es la diferencia que busco en el consuelo
de morirnos de a uno poblando cementerios
a morir todos juntos en hermandad de duelo
como me muero ahora, herido de misterios.

La muerte puede a veces querer enfurecernos
intenta despoblarnos vaciando los espejos
en ese caso es bueno suponernos eternos
y empujar pa delante como caballos viejos.

lunes, 5 de febrero de 2007

La soledad y la distancia hacia las cosas

Puedo extender mis brazos
y acariciar el vértice de mi mesa de luz,
el borde biselado del espejo,
las redondas almohadas,
las lámparas azules de la cómoda,
incluso el techo abovedado de mi cuarto.

Puedo llegar casi sin esfuerzo
al tocador de madera brillante,
a los perfumes
alineados sobre el pequeño baúl de trastos viejos.

La soledad es alcanzarlo todo:
el perchero,
las sillas,
el pequeño escritorio,
las alfombras,
aún el ala derecha de mi cama vacía.

Es extenderme a todos los rincones,
a todos los recodos
sin encontrar tu cuerpo
ocupando su parte.

domingo, 4 de febrero de 2007

Acepciones

Ayer, algunos medios captaron las imágenes
de un portugués hirsuto con acento importado:
- La palabra es el mundo que inadvertidamente
valúa, califica, modifica al vocablo -.

Y andan ciertos sonidos extraños estas horas,
como de carreteras con miedo o chimeneas
que así, de tanto en tanto, evocan fumarolas;
ecos de aquella gloria factorial, crecedera.

Frente a las autovías la masa es un enjambre,
en tales circunstancias los pobres no son pobres,
ni números, ni códigos y mucho menos nombres:
una mancha en la tierra, sin luces ni extensiones.

El último soldado de Roca en el desierto
avizoraba al menos un pequeño futuro:
no dormirse en la guardia, aguantándose el sueño,
faenar algunas yeguas, comerse algún matungo.

Sobre las avenidas se endurecen los campos.
Ser alguien o ser algo o al menos ser un signo.
Y el piquete enmudece sus rumores y espantos
porque el sueño es osado, se sabe, y explosivo.